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Leyenda del Pehuén
Entre los árboles que traen fruta, el buen Dios creó para beneficio de la gente: la araucaria, o como dicen los indios, el pehuén, cuyas cápsulas de semillas con forma de bola o cabeza no consideraban al principio un alimento.
Los mapuches veneraban la araucaria y la consideraban un árbol sagrado, a su sombra rezaban, le brindaban ofrendas de carne y sangre y humo, salpicándolas con mushai, la chicha dulce o fermentada, lo adornaban con regalos y le hablaban como si fuera una persona y hasta se confesaban con él.
Las sabrosas pepitas dulces del pehuén quedaban inutilizadas, quizás porque no tenían buen sabor cuando estaban crudas y ellos no sabían prepararlas: de modo que las dejaban tiradas en el suelo, considerándolas venenosas.
Y ocurrió que el reino de los mapuches pasó por un período de gran hambruna, tanto que muerieron muchos araucanos. Los que morían antes que nadie eran los niños y los ancianos.
Entonces, los viejos de las tribus mandaron a la gente joven en busca de comestibles de distintas clases y a distintas partes: bulbos de lirio y otras flores y plantas, bayas, hierbas y granos de cereales silvestres, raíces amarillas dulces y, naturalmente, también carne de animales salvajes. Pero.... ¿dónde estaba todo aquello, dónde se escondía ?
Casi todos los mozalbetes mapuches volvieron hambrientos sin haber hallado cosas comestibles. Dios, el Grande del cielo, no quiso seguir oyendo el clamor: el Chau no escuchaba las plegarias, se fingía sordo.... Y su gente se moría.... Sólo uno de los emisarios consiguió algo.
Cuando éste volvía, lo interpeló durante el trayecto un anciano desconocido, ansioso de saber qué buscaba en las montañas en gran parte pobres, arenosas y áridas. El joven le confió su pena y la de sus hermanos hambrientos de la tribu y el viejo replicó, con extrañeza:
-¿No son suficientemente buenos para ustedes los piñones ? Caen de los árboles harto maduros ya basta una de sus cápsulas para nutrir a toda una familia.... Pero hay que hervirlos hasta que se ablanden, hervirlos con mucha agua o tostarlos sobre el fuego. Y hay que enterrarlos en el invierno para preservarlos de la helada.
Después de estos buenos consejos, el viejo de la larga barba desapareció de improviso.
El joven araucano se llenó el manto de las cápsulas de semillas más grandes que encontró y se las llevó al más anciano de la tribu, junto con el mensaje que le había dado el hombre de la larga barba.
El anciano y el joven llamaron a toda la gente de la tribu y se habló de lo convenido. Entonces, los más prudentes dijeron:
-Ese sólo puede ser nuestro Chau, nuestro padre que bajó para nosotros a la tierra a fin de salvarnos. Seguiremos sus indicaciones, no desdeñaremos el regalo que nos permite comer, no obstante ser un alimento que proviene del sagrado árbol que sólo a El pertenece.
De inmediato, hirvieron aquellas alargadas frutas en agua buena y otros las tostaron sobre el fuego. Fue un gran festín.
Desde entonces ya no padecieron escasez, porque los innumerables árboles existentes alrededor del volcán Lanín y sobre él les ofrecieron muchos regalos de esa clase. De esa época datan las fiestas populares, consistentes en un viaje anual de los indios con sus familias a las montañas y regiones de las araucarias a fin de juntar los víveres preciosos para el invierno, katangos y piñones de un color oro oscuro.
Los guardan bajo tierra, donde se conservan durante todo el verano frescos y dulces, siendo muchas veces el único alimento de los indígenas.
Fabrican también la embriagadora bebida llamada chahui ( o chawü), hecha con los mejores nguilliu, nombre que les dan a los piñones.
Pero poco después de la época a que nos referimos, el Dios de los araucanos no bajó ya a la tierra y algunos de nuestros antepasados afirmaron que lo capturaron y mataron los blancos cuando quiso visitar por última vez a sus dilectos hijos araucanos.
De todos modos los antiguos, cuando rezaban al salir el sol, como lo hacemos hoy todavía muchos de nosotros, sobre todo los más ancianos y los que viven solitarios en lugares poco poblados, tenían y tienen siempre en la mano, en la mano limpia y aseada y bien abierta, una ramita o fruta del pehuén, y dicen:
-Dado por Ti para no dejarnos morir de hambre.
¨A Ti debemos nuestra vida y te rogamos, a ti, el Grande, a Ti nuestro padre, que no dejes morir a los pehuenes.
¨Deben propagarse como se propagan nuestros descendientes, cuya vida te pertenece, como te pertenecen los árboles sagrados ¨.
Así saben rezar los ré che, los araucanos de sangre pura a su Dios y Dueño del mundo.
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